Todo el mundo se divertía y parecía pasarlo bien, había un gran gentío. Cruzó su mirada con la mía, tenía treinta y tantos años, nivel socioeconómico medio-alto, un buen trabajo, buen aspecto, aparentemente sin problemas, lo cierto es que apenas nos conocíamos, salvo una breve conversación de dos minutos auspiciada por amigos comunes. Se acercó a mí y saludó con entusiasmo… al punto me di cuenta de que el alcohol modificaba su mirada y su entonación.
La conversación en su inicio, fue intrascendente, dentro de los límites de la cortesía.
Hola ¿qué tal? Muy bien, ¿y tú?
El intercambio no tardó mucho en adentrarse en terrenos personales y comenzó relatando el abandono sufrido recientemente por parte de su pareja, parecía hondamente afectado y comencé a prestar toda mi atención. Me confesó que había pensado en hacerse daño y que la idea de acabar con todo le parecía balsámica, cuando conducía su coche la imagen de soltar el volante y caer por un precipicio le resultaba atractiva, habló de lo vacía que encontraba su vida y la desorientación vital en la que se hallaba sumido.
Yo escuchaba con profundo respeto mientras sonaba la música, y es que estábamos en plena celebración… de una boda, paradójico ¿verdad? Todos a nuestro alrededor eran ajenos al dolor que acontecía en mi interlocutor.
Hablé poco, excepto unas torpes palabras de consuelo y se marchó algo más aliviado, al menos eso parecía.
¿Cuál es el mecanismo para que un revés, aparentemente superable, desencadene una crisis de tal calibre que haga pensar a alguien en el suicidio?